Ella corre porque le gusta correr y yo corro porque algo va delante. Y sin embargo increíblemente corremos juntas.
¿Cuál será la respuesta? ¿La respuesta será esos remolinos dibujados en los pulgares y en los dedos? ¿Por qué hay gente que es toda sacudida de saltamontes, antenas temblonas, ganglios que se anudan eternamente en nudos corredizos y nudos apretados? Alimentan un horno toda la vida, un fuego en los labios, un brillo en los ojos, desde la cuna. Los flacos y hambrientos se devoran a los oscuros que respiran y esperan.
Así soy yo, toda maleza y ortigas.
¿Y ella? Pero si ella es el último durazno, allá arriba en el árbol del verano. Los niños pasan, y una de ellos llora, viéndolos. Se sienten bien, parecen estar bien, son buenos. Oh no, no son incapaces de orinar desde arriba de un puente, o de robar ocasionalmente un sacapuntas de 10 centavos, no. Pero basta verlos pasar para entender que serán sus vidas; los golpearan, los lastimaran, les harán daño y siempre preguntaran porque, como puede pasarle eso a ellos.
Pero yo se lo que pasa, miro pasar las cosas, veo que comienzan y que terminan, me lamo las heridas esperadas y nunca pregunto porque: “SE”. Siempre supe. Alguien supo antes que yo, hace mucho tiempo, alguien que tenia lobos en la casa y de noche invitaba a los leones a conversar. Yo no se con la mente. Pero mi cuerpo sabe y mientras ella se venda la ultima herida, yo me hago a un lado, doy la vuelta o pego un salto eludiendo el golpe inevitable.
Y allá vamos, yo corriendo despacio para estar a la par de ella, ella apresurándose para ir a la par mía. Yo rompiendo dos vidrios de una casa embrujada porque ella esta ahí. Ella rompiendo un vidrio en vez de ninguno, porque yo la estoy mirando.
¡Como ponemos nuestros dedos en la arcilla del otro! Eso es la amistad, jugar al alfarero y ver que formas se pueden sacar del otro.
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